
No es malo tener pensamientos positivos, e incluso poéticos contemplando la nevada, la belleza del paisaje, y convertir la contrariedad en privilegio, al gustar el tiempo sereno y apacible.
Pero siento pudor al leer de manera estética la circunstancia que a otros penaliza por estar en intemperie, aislados con penosidad, sin poder llegar a casa, con urgencias hospitalarias y acoso de noticias adversas.
Hoy, sin embargo, tengo la autoridad del testigo, después de haber enterrado a mi hermana mayor, en condiciones adversas. Gracias a la solidaridad, no obstante el estado de la carretera, he podido desplazarme hasta mi pueblo, pero no he podido convivir con mi familia. Nos hemos limitado a rezar un responso en el cementerio con las sepulturas colmadas de nieve.
Y en estas circunstancias, la Palabra de Dios, de manera providente proclama: “Por eso no se avergüenza
Los caminos están helados, la pandemia obliga al confinamiento, los enfermos están aislados en los hospitales, a los que mueren no se les puede acompañar piadosamente, todo podría desembocar en rebeldía. No me escandaliza ver cómo se rompen tantas personas por el dolor, al tocar el límite de sus fuerzas.
En este momento, sin más autoridad que estar compartiendo soledad, aislamiento, despojo, dolor, ausencia, sin embargo, puedo afirmar la ayuda que concede la fe, y la certeza de que nada se pierde. El Hermano mayor, Jesucristo, se hace presente de manera especial es estos momentos y nos libra de ser poseídos por la tristeza, la melancolía, la desesperanza. En caso de que el duelo se apodere del ánimo, tanto la Madre de Dios, como su Hijo Jesús, se hacen presentes en silencio y se muestran compasivos, porque ellos han sufrido ya nuestro dolor. Gracias también a tantos testimonios de amistad y de oración.