
En los monasterios no se ha modificado ningún horario ni actividad. La campana madrugadora llama a maitines a orar, cuando aún es de noche, por tantos que sufren las tinieblas de la enfermedad, del dolor o del exilio. Siempre recuerdo la intuición de Olivier Clément, cuando interpreta que los monjes se levantan a medianoche para que el hombre no llore, como lo hacen los padres cando lloran sus hijos pequeños.
El canto de laudes, el tiempo de oración en silencio, la celebración de la Eucaristía, la restauración en el refectorio comunitario, el trabajo doméstico, el “ora et labora” en el marco de arcos ojivales, de espacios abiertos, de claustros y deambulatorios que propician el movimiento, favorece vivir el curso de la mañana en sosiego y serena presencia interior de Quien lo habita todo.
La pausa al mediodía da oportunidad para agradecer los dones y para compartir la mesa de alimentos frugales, suficientes, hechos con amor y con sabor a hogar.
Sucede el tiempo de descanso, y de nuevo el toque de oración para reiniciar la tarea de la tarde, que culmina en tiempo de adoración, con el canto de vísperas. Sigue la cena y la oración de completas para terminar con la invocación a Nuestra Señora, que se eleva con el último tañido de las campanas.
Encuentro, en las actuales circunstancias, que el modo de vida monástico se ha convertido en profecía que cabe asumir como terapia para tiempos recios.
Hoy los monjes y contemplativos del mundo se convierten en el Moisés que eleva sus manos por la humanidad y pide a Dios misericordia, que tenga piedad de su pueblo y lo libre de todo mal. Y también en ejemplo de vida que transcurre dando valor a lo esencial.
Es tiempo de trascendencia, de romper el techo tan bajo que nos agobia y oprime el alma, y abrirnos a la relación interior, insospechada. Ahora es tiempo de orar, de leer, de cultivar la riqueza del corazón.
Tened la seguridad de nuestra oración, hoy desde el monte nevado, que nos permite contemplar la belleza en momentos tan recios.