¡Jesucristo ha resucitado, aleluya, aleluya! Verdaderamente ha resucitado, aleluya, aleluya!
Cerca ya del ecuador de esta Pascua, para nosotras está lleno de sentido este saludo pascual, pues nos ayuda a no perder de vista que la muerte ha sido vencida. Es verdad, “sus heridas nos han curado” (1Pe 2, 24 b); entonces “vivamos para la justicia” (1Pe 2, 24 b). Es decir: aceptémonos a nosotros mismos, para aceptar y querer a nuestros hermanos como son. Esto sólo es posible desde la experiencia de sentirnos amados y redimidos por Cristo gratis, en nuestros pecados. Sabernos amados por Jesucristo cuando nos equivocamos, cuando somos perezosos, cuando somos egoístas, cuando por orgullo no aceptamos una corrección, cuando cometemos la peor maldad que se nos ocurra…Porque el Amor de Dios es inevitable. Este es el quicio de nuestra fe.
En este tiempo pascual, el libro bíblico que más se proclama en la liturgia es el de los Hechos de los Apóstoles, y una de las cuestiones que siempre resuena en nuestro corazón, es el tema de la fraternidad.
Cuando una entra en el Monasterio, la entrega y la ofrenda personal es emblemática, el “Solo Dios” del hermano Rafael. Con el correr de los días, pronto la futura monja va intuyendo que el Señor nos ha reunido, como dice la invocación al Espíritu Santo (Epíclesis) de la Plegaria eucarística III, para que: “fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.
Unidos en Cristo Resucitado, vuestras hermanas de Buenafuente del Sistal