En la reunión de esta tarde podemos sentirnos como los discípulos de Jesús, reunidos en el Cenáculo con la Virgen María. Nosotros también “hemos visto al Señor” (Jn 20, 25a); al atardecer, lo hemos reconocido al partir el pan (Cf. Lc 24, 29); cabe, también, que tengamos miedo “a los judíos”. Así es, y sin alardear de nada, sin ninguna presunción, aquí estamos.
Es verdad que hay circunstancias de nuestra vida que nos paralizan, y nos hacen presa del miedo. “Y por el miedo que tenemos a la muerte, estamos de por vida sometidos a la esclavitud” (CF. He 2, 15). Esclavos de hacer nuestra voluntad, en alguna cosa pequeñita, tener dominio sobre algo o alguien, aunque sea sobre uno mismo. Hemos de reconocer que somos de la misma naturaleza que Adán y Eva y el afán de poder, de dominio, en definitiva, de ser uno mismo, nos seduce tanto, tanto, que comemos de la manzana. Casi siempre, creyendo que hacemos un bien.
En nuestra carta del mes pasado confesamos nuestra pequeña aportación en el libro de Antonio Gil de Zúñiga: “Tenían un solo corazón”. En el día a día, si reflexionamos con sinceridad, nos puede parecer una película de ciencia-ficción, un ideal bonito más que una posibilidad real. Sin embargo, si Jesucristo ha Resucitado, que verdaderamente ha Resucitado, estamos llamados a romper con la dictadura actual del individualismo, con el muro invisible que rodea nuestro corazón.
Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios es Comunidad, es Familia. Los discípulos estaban reunidos en el cenáculo con María, la Madre de Jesús. Ella es el antídoto contra el individualismo. De ella, que ha sido la primera discípula de su Hijo, hemos de aprender. Ella, que ha respondido al anuncio del ángel: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí, según tu palabra” (Lc 1, 38). De María, y de muchas mujeres, de nuestras madres, que han entregado su vida en silencio: sin reivindicaciones han hecho vida las palabras de Jesús en el contexto del primer anuncio de su Pasión: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a si mismo, tome su cruz y me siga” (Mc 8, 34). Como María, nosotras respondemos: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34). A la pregunta de María, el ángel contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). Que el mismo Espíritu Santo nos ayude a invocarlo, a esperarlo, a acogerlo en Comunidad, pero para ser comunidad, no basta con estar sentados uno junto a otro. Lo recibimos personalmente, pero no de forma individual. Este es, tal vez, el primero de los grandes combates de la Iglesia actual y de cada uno de nosotros, de todos. Con la fe en Cristo, nuestra cabeza, os deseamos un feliz verano con las palabras, tan llenas de esperanza, del Salmo 120: “No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel”.
Unidos en la oración y en la Misión, vuestras hermanas de Buenafuente del Sistal
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