“El Señor añadió a Moisés: «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo». Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: « ¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.» (Ex 32, 8-11.14)
Cuando esta mañana meditaba la Palabra de Dios, que se proclama en la liturgia de este día, en la que se narra el disgusto divino, y la resolución de aniquilar al pueblo idólatra. Al contemplar la reacción que tuvo Moisés de interceder por el pueblo, y la respuesta divina de perdonarlo. He sentido aún más y con mayor apremio permanecer en oración ante el Sacramento, intercediendo por todos, y he invitado, tanto a la comunidad contemplativa, como a los sacerdotes, a ser cirineos y samaritanos con nuestra oración solidaria.
Al tener noticia de tantos que prestan sus manos para servir, consolar, sanar, ayudar a quienes sufren la pandemia, rezar no es solo alivio para el creyente, sino una llamada imperativa.
A la manera de Abraham, de Moisés, de la reina Ester, sentimos a la vez que la llamada a interceder en esta hora por tantos que sufren, la certeza de que la oración es eficaz, si la hace además la Madre de Jesús ante su Hijo, y el mismo Jesucristo ante su Padre.
Jesucristo oró por los suyos, para que fueran guardados del mal, y por quienes creyeran en Él por la palabra de sus discípulos. Y en el momento de morir, alzó la voz y suplicó: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Desde esta certeza que nos da la fe, la Iglesia entera se llama a la oración, y eleva el clamor en nombre de toda la humanidad, para que Dios se apiade y tenga misericordia de quienes han sido redimidos por la sangre de su Hijo.
Jesús, Hijo de David, ten piedad de nosotros y de todo el mundo.