Tierra vacía, desnuda, luminosa,
expuesta sin pudor a quienes se atreven
a ofrendar su tiempo y a detenerse a contemplar
la belleza original del campo castellano.
Todo parece extremo a la mirada,
como si el visitante sorprendiera al páramo,
al desierto habitado por la ráfaga
de un viento frío y recio.
Una presencia humana se arriesga
cada día, a llevar el pan por los caminos,
sinuosos trazados, a las gentes que aún habitan
la soledad de piedras centenarias.
Es privilegio lanzar la vista al horizonte
y ser testigo del beso del cielo con la tierra,
Caminar a solas por las veredas descantadas,
envueltos en silencio y en plegaria.
Un claustro, una ermita, una espadaña,
testifican tiempos del medievo,
transcendiendo vestigios ancestrales,
más allá de hallazgos arqueológicos.
Los recintos permanecen vivos,
conservan el eco de melismas cadenciales,
muestran la hermosura y la presencia,
de quienes marcaron la historia para siempre.