Zarzal de la vida, áspero y pinchoso,
arbusto en huerto abandonado, en ribazo perdido,
o en acequia salvaje, que ya nadie abre para riego.
No sirves para nada, si hieres tanto.
Quizá sólo existes por lo difícil que es eliminarte.
Quien lo intenta no puede:
Aun arrancándote de raíz, retoñas,
si cabe, con mayor fuerza.
Espinas contrarias a toda complacencia,
quien se os acerca se lastima y sangra.
Eres, zarzal, maleza destinada al fuego
y de pronto, por un extraño portento,
te conviertes en llama que arde y no consume.
Leña detestable de todas mis bajezas,
combustible imperecedero que se incendia
en luz fascinante, revelación y llamada,
en el hondón del ser.
El dolor de la pobreza y de la desgracia
enciende en la mirada el horizonte.
No entiendo, ni tengo más razones
que me expliquen la causa del suceso.
Ardes y ardes zarzal de mis torpezas,
y de tanta debilidad humana.
No quemas ni consumes, mas eres fuego.
A la zarza incendiada yo no puedo acercarme,
extraña paradoja, que embelesa mis ojos.
El dolor del alma arde y no consume.
Pasión de la vida que no cesa
y en ella resuena la voz del Invisible.
Rendidas las preguntas y descalzados los pies,
la zarza irradia calor y luz en medio del Misterio.
Diciembre, 1993