La parabola hijo prodiog scaled

Según algunos comentaristas de las Sagradas Escrituras, la parábola del “hijo pródigo”, juntamente con la de la “dracma perdida” y la de la “oveja perdida” es el corazón del evangelio de San Lucas.

En mi meditación del texto lucano (Lc 15, 1-3. 11-32), había encontrado resonancias de la bendición que recibe Jacob, el hijo segundón, a quien por llevar el vestido del primogénito obtiene de su padre Isaac el título de heredero (Gn 27).

Es conocido el libro: “El regreso del hijo pródigo” de E. Nouwen. Texto que lleva al lector a personalizar las figuras del hijo menor, la del hijo mayor, e incluso la figura del padre. Uno se proyecta fácilmente en el retorno de quien se alejó de Dios por su pecado; siente la denuncia en el endurecimiento que muestra el hijo mayor, y se sorprende en la vocación de ser ternura, comprensión, perdón, como demuestra el padre.

El relato entrañable de Lucas se ha aplicado con frecuencia en la predicación al movimiento del pecador, que decide volver a la casa paterna, y se exaltan los detalles que concurren en la descripción evangélica, desde el alejamiento del hijo menor, que ha pasado todas las fronteras, hasta llegar desde tierras en las que se crían cerdos al abrazo del padre.

Yo mismo, en mi reflexión y estudio, me sorprendí, al encontrar en la parábola lucana el protagonismo de los sentidos, de cómo interviene la corporeidad en la acción. El padre, al otear por si ve venir a su hijo, no se cansa de mirar al horizonte; el texto cita el abrazo, el beso, la música, el banquete… descripción que tiene resonancias litúrgicas, especialmente a la hora de celebrar la Eucaristía. Cada vez más, se ofrecen métodos para despertar la consciencia, y todos ellos pasan por la mediación de la corporeidad. La atención, la sensibilidad, la percepción consciente de la realidad y de uno mismo son llamadas muy actuales en quienes desean avanzar por el camino espiritual.

Simón, el Nuevo Teólogo, tiene un poema en el que reza: “Haz que mis manos sean Tus Manos; que mis pies sean Tus Pies, que mi corazón sea Tu Corazón. Déjame ver con Tus Ojos, escuchar con Tus Oídos. Hablar con Tus labios, amar con Tu corazón, entender con Tu Mente, y servir con Tu Voluntad. Te encomiendo todo mi ser, hazme Tú otro yo” (en Vincent Pizzuto, “Contemplar a Cristo”, 56) Y cómo no recordar a M. Teresita, quien rezaba a la Virgen: “Quiero mirar con tus ojos, oír con tu oído, hablar con tu boca y amar con tu corazón”.

Me había atrevido, en mis meditaciones, a contemplar la concurrencia que se da entre el gesto de Dios al confeccionar unos vestidos y ponérselos a Adán y Eva, con la petición del padre del pródigo, quien manda traer un vestido de fiesta para el hijo menor. Pero debo reconocer mi sorpresa y fascinación ante la exégesis que compara el relato de la creación con el Misterio de la Encarnación. “El amor del padre pródigo se derrama en la Encarnación, no solo como un momento pasado, sino como una realidad permanente que afecta a la interioridad más profunda de todo ser viviente” (Ibid 108). En el relato de la creación, Dios busca al hombre en el jardín, por donde acostumbraba pasear cada tarde con él. Esta intimidad tiene consumación en el Dios hecho hombre, como gesto supremo. Ya no cabe perdernos, ni ocultarnos. Dios se ha hecho hombre, Dios se ha revestido de humanidad, para que la humanidad se revista de divinidad. Nuestros exilios, éxodos, emancipaciones y huidas, ya no pueden apartarnos de Dios, pues Dios está en nosotros. Quien da fe a este misterio, se deja abrazar, besar, perdonar y reconciliar, y sobrecogido, se sienta al banquete del amor, sin orgullo, consciente de la gracia de la misericordia.

AutorMeditación

© Buenafuente del Sistal 2024   |   Aviso Legal

Síguenos en Youtube:        Instala nuestra App: