
REFLEXIÓN
Es posible que el confinamiento te esté produciendo estrés y que hayas tenido brotes de impaciencia. Es lógico que el acoso que produce el temor a la enfermedad, y más aún si alguno de los tuyos está enfermo o ha fallecido, te estén ocasionado tristeza, nerviosismo e impaciencia.
Cabe que estés sobrellevando interiormente la carga de deseos insatisfechos y además estés acumulando las sombras de la propia imperfección, que te producen intranquilidad de conciencia por pensamientos adversos, juicios, desafectos, irritación interior o egoísmos.
En las vidas de los santos se cuenta que en los tiempos recios, en los que algunos se iban al desierto, sufrían terribles tentaciones, con halagos sensuales y sobre todo con la acedía, enfermedad del alma deprimida y triste, de la que hay que saber defenderse. Los padres del desierto luchaban contra ella con la técnica de hacer el cesto, y si era preciso lo deshacían para volverlo a hacer, todo menos sucumbir a la insidia del Tentador, que intenta secuestrarnos en la tristeza y en la melancolía.
La Palabra de Dios nos dice que siempre cabe la misericordia, la reconciliación y el perdón. Lo peor es endurecerse, aguantarse, sumar debilidades y heridas, hacer como que no pasa nada, ser refractario al reconocimiento de la pobreza y de la debilidad. Actitudes que encastillan en una soledad insufrible, pues no solo se padece la soledad que produce el confinamiento, sino también la soledad de Dios.
Dice el Apóstol: “Os digo esto para que no pequéis, pero si alguien peca, tenemos a uno que intercede por nosotros ante el Padre, y Dios, que es misericordioso, nos perdonará nuestras culpas.
El perdón es respirador en tiempo de pandemia espiritual. Y todos necesitamos el auxilio del don del Espíritu, regalo del Resucitado, el perdón de nuestros pecados, en triple celebración, porque pedimos perdón a Dios, porque nos dejamos perdonar, y porque también perdonamos a los que nos ofenden.