¿Qué te llevas, Señor, de nosotros en tu ascensión?
¿Qué nos dejas de ti a tu paso por nuestra historia?
Te dejo mi presencia real, aunque invisible.
Te dejo mi Palabra siempre viva, compañera en tu camino.
Te dejo mi enseñanza, en la que te he mostrado la manera de ser feliz en este mundo y para siempre.
Te he dejado la permanente posibilidad de obsequiarme en lo que hagas al prójimo.
Te he dejado en los sacramentos los medios para vivir la vida divina.
Te he dejado mi declaración de amor fiel, sellada como alianza eterna.
Te he dejado la Iglesia, donde vivir como en casa conmigo y con mi Padre, gracias al Espíritu Santo.
Te he dejado a mi Madre como puerto franco en tiempos de tormenta, y siempre.
Me llevo tu naturaleza humana, ya glorificada y gloriosa.
Me llevo la experiencia de tu mortalidad redimida.
Me llevo las señales de tus heridas, transfiguradas.
Me llevo el compromiso de interceder por ti ante mi Padre.
Me llevo el conocimiento de tu contingencia en tu misma carne.
Me llevo tu nombre, para inscribirlo en el cielo.
Me llevo tu amistad, tu fe, tu confianza.
Me llevo el compromiso de prepararte sitio, para que estés donde yo estoy.