Desde que nos ha asaltado la pandemia, quizá estás saturado de recomendaciones, algunas de ellas incluso pueden ser contraproducentes, y cabe que hasta falsas. Desde esta proliferación de consejos, no quisiera producir un efecto contrario a mi deseo de sumar alguna herramienta, para que te defiendas de todos los virus.
Me atrevo a compartir contigo lo que a mí me ha hecho y me hace bien en tiempos de aislamiento, de soledad y de desierto, sobre todo cuando es una situación obligada.
EXPERIENCIA
En las tareas diarias, desde el momento de tenerse que levantar, por la mañana, hasta terminar la jornada, para obrar con prontitud y generosidad, ayuda el tener un motivo de relación personal, por el que hacerlo. A mí me ayuda personalizar el salmo: “Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo” (Sal 62).
En momentos de tener que convivir mucho tiempo con las mismas personas, favorece las relaciones el estar atentos, ser conscientes y sensibles en todo lo que se hace y se habla. Un pequeño gesto o una palabra se convierte en acontecimiento que construye comunidad o que desestabiliza. “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (Sal 132).
Doy fe de la ayuda que supone vertebrar el día con el rezo de la Liturgia de las Horas. Para mí supone medir los tiempos, programar las tareas, y lubrica el esfuerzo, además de trascender la jornada. “Siete veces al día te alabo por tus justos mandamientos” (Sal 118).
Es distinto dejar trascurrir el tiempo, que jalonarlo con momentos de oración, más aún si es comunitaria. Las horas de la alabanza, de la súplica, de acción de gracias, y en la que se pide la reconciliación, convierten la jornada en una liturgia. Más aún si se puede celebrar la Eucaristía. “Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer” (Mc 13, 35).
Es una ayuda, para pasar la jornada sin excesivo agobio, el marcarse un horario, cambiar de actividad, y realizar las tareas domésticas con generosidad. Fijar el tiempo de oración, de trabajo, de lectura, de convivencia, de silencio, libera de la inercia y de la apatía. Jesús nos enseña a participar en el culto comunitario, a convivir con los amigos, a realizar la tarea, y a vivir en intimidad con Dios (cf. Mc 1, 21-38).
En tiempos de intemperie, fortalece el tener presente a quienes viven a esta misma hora en los hospitales, sin tierra, sin techo, sin familia. No tanto para consolarnos, sino para solidarizarnos. “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 34-36).
El desierto despierta la sensibilidad, agudiza la conciencia, abre a la comunión universal, se tiene experiencia de fragilidad, crece la comprensión de los otros, se experimenta la misericordia, y nos convierte en misericordiosos. Y hasta cabe que en él sintamos la experiencia de la mayor intimidad con Dios. (La llevaré al desierto, y le hablaré al corazón” (Os 2, 16).