Queridísimos hermanos: Muchísimas gracias por vuestras oraciones, siempre, y en particular durante los días de nuestros ejercicios espirituales. Es una bendición marchar por la vida acompañados y habitados por la Santísima Trinidad y peregrinando con toda la Iglesia hacia la Casa del Padre, nuestra morada definitiva.
Vivir en “Acción de Gracias”, en alabanza, es una de las cosas en que más nos ha insistido el padre jesuita que nos ha predicado los ejercicios. “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1ª Co 15, 10), dice san Pablo. Nuestra vida es un regalo, disfrutamos del don de la fe. Hoy mismo, desde que nos hemos levantado, el Señor ha tenido con nosotros muchos detalles que nos parecen normales. Sin embargo, no es así, ya que la mayor parte de la humanidad no los han disfrutado: una cama acogedora, agua caliente, un buen desayuno, ropa… Cuando entramos en la dinámica del mundo, en la que es muy sencillo participar, incluso para nosotras, nos apropiamos de los dones que nos da el Señor, y nuestra vida se desquicia. Cuando todo lo que es don y gracia lo desvinculamos de Dios, que es el Sumo Bien, perdemos la referencia de nuestra realidad, de la verdad de nuestra vida: somos criaturas de Dios. Nos ocurre lo mismo que al fariseo de la parábola del Publicano y el Fariseo (Lc 18, 9-14): no vive su comportamiento moral como don y su corazón se llena de orgullo, juicios y desprecio.
En los Laudes del lunes de esta semana, hemos cantado con el salmista: “Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre” (Sal 83). Nosotros somos este pueblo sacerdotal que está llamado a vivir en alabanza. En la Eucaristía unimos nuestras voces y nuestro corazón al coro de los ángeles, para proclamar que nuestro Dios es Santo. Nos reunimos a celebrar la Eucaristía porque necesitamos dar gracias y alimentarnos del Pan de la Palabra y del Cuerpo y la Sangre del Señor. Como en ocasiones ha dicho el Papa Francisco: “Darle gracias por lo que es, porque es el Dios fiel en el amor. Su bondad no depende de nosotros”. Abrir nuestro corazón al amor incondicional y gratuito de Dios nos reconstruye, nos recrea, nos permite descansar. Dejar a Dios, que sea Dios Padre nuestro, que sabe mejor que nosotros lo que necesitamos.
Nos despedimos con esta imagen de la semana pasada, de la nieve sobre las hojas secas de la parra. Junto con la naturaleza, nos preparamos ya para comenzar el Adviento con la proclamación solemne de Jesucristo, Rey del Universo y con el deseo sincero de contagiarnos de sus mismos sentimientos (Cf. Flp 2, 5). Que Él nos conceda el don de un corazón compasivo como el suyo.
Unidos en la oración para que Jesús nos regale Su mirada misericordiosa, vuestras hermanas de Buenafuente del Sistal