Es distinto caerse en la andadura y permanecer tirado en la cuneta, que tener al lado, siempre, un compañero que ayude a levantarse.
Es distinto sobrellevar la carga de la propia historia, arrastrándola clandestinamente, que liberarse del sobrepeso de la mala memoria, por poder descargarlo en el puerto franco de la misericordia.
Es distinto entregarse deprimido en la derrota del combate, y pensar que ya no se tiene remedio, que poder estrenar cada día la posibilidad de alcanzar la victoria sobre uno mismo, por el estímulo de la mirada amiga y entrañable del Padre que siempre espera.
Es distinto vivir introvertido, obsesionado por la debilidad, que avanzar disfrutando del acompañamiento de la naturaleza, del paisaje, de la belleza de las criaturas, y bendecir a Dios por su creación generosa.
Es distinto sumar los tropiezos que dejan grabada la memoria negativa, que estrenar cada día, a la luz del alba, la certeza de saberse amado y poder llegar a cantar: “Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo”.
Es distinto pensar en la posible prueba que imaginamos siempre superior a las fuerzas, que vivir el afán de cada día sin adelantar acontecimientos. La vida no coincide siempre con lo proyectado y la realidad siempre trae, de alguna manera, el vaso de agua en el cansancio.
Es distinto saberse deudor de impagados, que tener las cuentas saldadas porque Jesucristo se ha adelantado y ha satisfecho nuestras ofensas con la ofrenda de su Cruz.
Quien se mantiene en la certeza de la misericordia guarda el secreto que capacita y fortalece en la travesía de la existencia.
La naturaleza tiende a esconder la debilidad, el Espíritu invita a dejarse curar, sanar y ungir con el aceite del perdón, y a restablecerse en la posada samaritana de la mesa de la Palabra de Vida, y de la fracción del Pan.
No te hagas daño injustamente, y confía siempre en quien ha asumido en Sí mismo la frágil condición humana.