Quiero rendir homenaje a los labradores, el día de su patrono. En este tiempo en el que peligra la recogida de las cosechas por falta de manos en el campo, quiero hacer memoria de una generación de hombres y mujeres, que nos ofrecieron lo mejor de sí mismos y en tiempos de inclemencia y de pobreza fueron capaces de darnos la vida.
Es verdad que hoy se mecanizan las tareas, y a todos alegra el avance técnico, que libera de penosidad las labores a los agricultores. Sin embargo, guardo en mi memoria los trabajos de mis padres en tiempos de penuria, y cómo todo el año quedaba embargado para poder obtener un mínimo de rendimiento de tanto esfuerzo. Era en cierto modo una manera de vida autárquica.
La labranza del campo con arado romano, a tiro de mulas o de caballos, la siembra a mano, esparciendo semillas sin medida, confiados en el tempero para que no se perdiera la sementera y llegara a su sazón la espiga, sin sofocarse por sequía, era el proceso.
Cómo no recordar los caminos a los campos, al alba, muy temprano, para aprovechar la fresca y así cundiera la siega, zoqueta en mano y manguito en brazo, para proteger los dedos en la brazada de la mies. Y de sol a sol, los cuerpos inclinados segaban los trigales, que los pequeños de la casa acarreábamos a la era.
Los haces de trigo esperaban la trilla, y aventada la parva, el grano limpio era portado en costales blancos a los trojes de casa, para vender o moler. Y llegaba la saca de harina blanca del trigo nuevo, que tomaba mi madre, una vez cernida, la amasaba y, metido el reciento, permanecía a la espera hasta que crecía. Sonaba la hora del horno de leña y de cocer la hogaza para traerla con amor entrañable a la mesa crecida de familia. El padre de familias tenía el ministerio de partir el pan y de repartirlo. Misión sagrada que encerraba la vida entera y entregada del labrador.
Duelen las noticias de que aquellos que pertenecieron a generaciones patriarcales se vayan sin el obsequio del amor filial. Pero ellos nos dieron ejemplo de saber afrontar los tiempos recios, en los que se subsistía a base de esfuerzo y de vivir austeros. Quizá no queremos imaginar la regresión posible, pero llegan tiempos nuevos, creativos, solidarios, y cabe que más abiertos a lo trascendente. El labrador siempre miraba al cielo, bendecía el pan, y nos mandaba besarlo como a un sacramento.
Que el santo labrador, san Isidro, interceda en este tiempo de pandemia, para que a nadie le falte el pan, ni un modo de vida digno, y todo sirva para comprender mejor el don supremo de la existencia.