“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».” (Jn 2, 21-24)
María y José suben al templo de Jerusalén con el Niño Jesús, para cumplir la ley, a los cuarenta días de la Navidad. En esta escena se ha querido ver la ofrenda que hace María, la zarza ardiente, la virgen madre, del verdadero cordero de Dios, que se inmolará, para quitar el pecado del mundo.
En esta entrega amorosa, no sin dolor, la Iglesia ve a quienes, por vocación especial, acogen la llamada a seguir más de cerca al Señor, y consagran sus vidas, según los diferentes carismas y dones, al anuncio del Evangelio.
Hoy, la vida consagrada extiende sus fronteras, y comprende a todos los que de alguna forma optan por el seguimiento de Jesús como confesión del Dios que es siempre más, y en ofrenda por la humanidad.
El consagrado no es una isla, se suma a tantos que avanzan por el camino de la perfección que es el ejercicio de la caridad y caminamos juntos en una peregrinación esperanzada.
Pidamos al Señor de la mies que envíe obreros a su mies, para que el mundo tenga siempre testigos del Amor divino.