
Sin embargo, desde el comienzo de sus manifestaciones públicas, Jesús establece unas relaciones comunitarias y familiares que superan a las que se fundan en la carne y en la sangre. El prólogo del Evangelio de san Juan afirma: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 11-12). El evangelista san Lucas, en uno de los pasajes más fascinantes del Evangelio de la infancia, se hace eco de la respuesta de Jesús a María, su madre, cuando ella lo buscaba angustiada: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que les dijo” (Lc 2, 49-50).
Desconcierta la respuesta del Maestro a unos que le avisan de la presencia de su madre y de sus hermanos mientras predicaba: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte». Él respondió: «Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 20-21).
Constantemente, en su predicación Jesús exige a los que deseen ser sus discípulos que superen los vínculos familiares: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío (Lc 14, 26). La enseñanza parece extraña cuando advierte: “Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra». (Lc 12, 52-53) Y, sin embargo, revela que los vínculos de la fe son más fuertes que los vínculos de la sangre. “Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29). «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna” (Mc 10, 29-30).
La familia natural es un bien. Jesús ha consagrado las relaciones naturales, pero nos ofrece constituirnos en una nueva familia: “Ya no os llamo siervos. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 15-17). Y como última bendición, el Crucificado nos entraña en su misma madre: Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).
Hoy podemos agradecer la mediación de quienes han sido nuestros padres, pero sobre todo debemos abrirnos a la relación teologal que nos permite invocar a Dios como Padre, sentirnos de la misma naturaleza del Hijo de Dios, nacido de mujer, y acoger la presencia del amor divino que nos habita: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23), constituyéndonos en casa de Dios, en familia de Dios. “Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!» Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gál 4, 6-7).