Profecías
¡Un rumor…! ¡Mi amado! | Vedlo, aquí llega, saltando por los montes, brincando por las colinas. Es mi amado un gamo, parece un cervatillo. Vedlo parado tras la cerca, mirando por la ventana, atisbando por la celosía. Habla mi amado y me dice: «Levántate, amada mía, hermosa mía y vente» (Ct 2, 8-10).
La alianza de Dios con su pueblo toma el lenguaje del amor, y si de manera progresiva la revelación ha ido desvelando la identidad divina, corrigiendo todos los deísmos, al presentar el pacto con Noé, con Abraham, con Moisés, y afirmarse como Dios de paz, amante de la vida, y salvador, en tiempos de los profetas, la imagen divina desborda toda imaginación, y Dios se muestra enamorado.
La revelación suprema de Dios la tenemos en su Hijo, quien tomará nuestra naturaleza y se unirá a ella sin confusión con su divinidad, pero a su vez con la unión más estrecha que cabe, cuyo analogado es la unión matrimonial.
Dios se revela enamorado de su criatura, y la corteja como esposo a esposa, e incluso, a pesar de la infidelidad de su pueblo, por amor lo buscará, hasta atraerlo hacia Sí. “Con lazos humanos los atraje, | con vínculos de amor. | Fui para ellos como quien alza | un niño hasta sus mejillas. | Me incliné hacia él | para darle de comer” (Os 11,4).
El poema del Cantar de los Cantares explicita como ningún otro texto hasta dónde llega el deseo divino de que seamos suyos. Isaías llega a explicitar la máxima intimidad a la que nos llama nuestro Creador: “Como un joven se desposa con una doncella, | así te desposan tus constructores. | Como se regocija el marido con su esposa, | se regocija tu Dios contigo” (Is 62, 5).
Es momento de dejarse amar, de sentirse amado, de entrar a lo más íntimo del ser, donde Dios se recrea con su criatura y se desborda en afectos. Sin embargo, todo es lenguaje simbólico, y místico, entre el alma y Dios, sin implicar una relación biológica. El cántico termina: “Entra, amado mío, | sé como un gamo, o un cervatillo, | sobre las colinas de las balsameras” (Ct 8, 14).