La Iglesia escoge las lecturas litúrgicas que acompañan las celebraciones de los días anteriores al Triduo Pascual. Al constatar cómo esos días se unen profecías, que avalan por una parte el amor de Dios, y por otra parte se describe la narración del proceso de Jesús en los últimos días de su vida, me ha sorprendido esta selección.
El Lunes Santo se proclama: “Mirad a mi Siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país.” (Is 423, 1-4) El salmo interleccional de este día canta: “El Señor es mi luz y mi salvación ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida ¿quién me hará temblar? (Sal 26) Mientras que el Evangelio se detenía en Betania, donde Jesús anticipaba el rito de su sepultura en la unción que le hacía María con el frasco de perfume.
El Martes Santo, de nuevo, el profeta Isaías anuncia: “El Señor me llamó desde el vientre materno, | de las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: «Tú eres mi siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré».| En realidad el Señor defendía mi causa.” (Is 49, 1-3) El salmo canta: “Mi boca contará tu auxilio, y todo el día tu salvación. Dios mío me instruiste desde mi juventud y hasta hoy relato tus maravillas” (Sal 70, 17). El Evangelio narra la infidelidad de los discípulos, tanto la negación de Pedro, como la traición de Judas (Jn 13, 21-38)
El Miércoles Santo, sigue el contraste paradójico. El profeta afirma: “El Señor me ayuda, por eso no sentí los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is 50, 7) Y el salmista recita: “Alabaré el nombre de Dios con cantos, proclamaré su grandes con acción de gracias…” (Sal 68). Sin embargo, el Evangelio se detiene en narrar la venta que hace Judas de su Maestro, por treinta monedas de plata.
Esta selección de textos me interpela y, sin desear quitar valor a la muerte de Jesús ni a sus padecimientos físicos y espirituales, me atrevo a interpretar que el secreto de la fortaleza del Nazareno está en la certeza que albergaba no solo del amor de su Padre, sino también de la acción comprometida del Espíritu. Jesús había dicho: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.” (Mt 10, 19-20)
Dios no puede dejar a su Hijo abandonado. Si en la narración que hacen los Hechos de los Apóstoles de la muerte del primer mártir, san Esteban, quien “lleno de Espíritu Santo, fijando la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios».” (Act 7,55-56), Jesucristo tuvo que sentir en su interior el sostenimiento y la fuerza del Amor divino.
No os invito a ver y a mirar a un ajusticiado, a alguien que merece compasión porque tiene peor suerte que nosotros. Os invita a adorar, a contemplar, a besar al Hijo de Dios. “El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios, diciendo: «Realmente, este hombre era justo».” (Lc 23, 47) “Al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».” (Mc 15, 39). Desde esta contemplación la propuesta de Jesús a seguirlo no es sadismo, sino bendición.