Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos (Lc 24, 26-29).
El diálogo que mantiene el Maestro con los dos protagonistas implica el habla y el oído: “Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?» Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?»” (Lc 24, 17-18).
La fe entra por el oído, por la escucha de la Palabra. Pensemos en el anuncio del ángel a la Virgen Nazarena. De hecho, María Magdalena reconoció al Señor cuando le oyó pronunciar su nombre: “Jesús le dice: «¡María!» Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!»”
Hace falta reconocer la voz del Maestro, y para ello se debe estar atento. María buscaba entre los muertos a quien estaba vivo, y obsesionada, no percibió que era Jesús quien le hablaba, cuando Él habló: “Mujer, ¿a quién buscas?”
La atención, la escucha atenta, la actitud de despertar el oído interior es la tarea que nos encomiendan los relatos pascuales, pues parece difícil comprender que los dos de Emaús fueran una jornada de camino con el Señor y no reconocieran el timbre de su voz. Seguramente, otra manera de oír tiene que ser la que despierte el reconocimiento de la presencia del Resucitado.
Jesús había dicho: “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca” (Mt 7, 24). San Benito comienza la Regla: “Escucha, hijo, los preceptos del maestro, y préstales el oído de tu corazón”. No se trata de proyectar deseos, ni de caer en alucinaciones acústicas. “Y también podría ser pidiendo una cosa a nuestro Señor afectuosamente, parecerles que le dicen lo que quieren, y esto acaece algunas veces. Mas a quien tuviere mucha experiencia de las hablas de Dios, no se podrá engañar en esto a mi parecer de la imaginación” (Moradas VI, 3, 10).
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