29 12 2019

29 12 2019El Dios revelado se nos muestra comunidad, relación trinitaria, entrañas paternas y maternas respecto a su Hijo primogénito, el Verbo de Dios, quien se hace hombre en el seno de María de Nazaret por obra del Espíritu Santo. En la plenitud del tiempo, el Verbo de Dios nace de mujer y convive familiarmente en Nazaret, sujeto a José y a María, sus padres. La referencia a la infancia de Jesús se nos ofrece como paradigma en sus relaciones domésticas. “Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52).

Sin embargo, desde el comienzo de sus manifestaciones públicas, Jesús establece unas relaciones comunitarias y familiares que superan a las que se fundan en la carne y en la sangre. El prólogo del Evangelio de san Juan afirma: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 11-12). El evangelista san Lucas, en uno de los pasajes más fascinantes del Evangelio de la infancia, se hace eco de la respuesta de Jesús a María, su madre, cuando ella lo buscaba angustiada: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que les dijo” (Lc 2, 49-50).

Desconcierta la respuesta del Maestro a unos que le avisan de la presencia de su madre y de sus hermanos mientras predicaba: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte». Él respondió: «Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 20-21).

Constantemente, en su predicación Jesús exige a los que deseen ser sus discípulos que superen los vínculos familiares: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío (Lc 14, 26). La enseñanza parece extraña cuando advierte: “Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra». (Lc 12, 52-53) Y, sin embargo, revela que los vínculos de la fe son más fuertes que los vínculos de la sangre. “Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29). «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna” (Mc 10, 29-30).

La familia natural es un bien. Jesús ha consagrado las relaciones naturales, pero nos ofrece constituirnos en una nueva familia: “Ya no os llamo siervos. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 15-17). Y como última bendición, el Crucificado nos entraña en su misma madre: Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).

Hoy podemos agradecer la mediación de quienes han sido nuestros padres, pero sobre todo debemos abrirnos a la relación teologal que nos permite invocar a Dios como Padre, sentirnos de la misma naturaleza del Hijo de Dios, nacido de mujer, y acoger la presencia del amor divino que nos habita: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23), constituyéndonos en casa de Dios, en familia de Dios. “Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!» Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gál 4, 6-7).

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